El triunfo de Javier Milei en las elecciones presidenciales es, desde el punto de vista democrático, absolutamente legítimo. Las primeras medidas económicas desconciertan a muchos de quienes lo votaron, los que, en general, solo atinan a decir que acuerdan con empobrecerse y restringir sus opciones, pagando más caro los servicios, sometiéndose a una espiral inflacionaria fomentada desde el gobierno y, en muchos casos, hasta perdiendo el empleo. Es entonces cuando se advierte en toda su plenitud que estamos frente a un gobierno surgido de una democracia de idiotas, en el sentido estricto del término: en la antigua Grecia, los idiotes eran quienes no se ocupaban o interesaban en los asuntos públicos. Y nuestra democracia está, crecientemente, determinada por idiotas, personas que carecen de interés en informarse sobre las cuestiones públicas y se orientan en función de líneas editoriales de algunos grupos concentrados de medios de difusión masiva, o, en las nuevas generaciones, por la circulación de informaciones no verificadas en redes sociales.
Quienes carecen de referencias sólidas,
son fácilmente influenciables por las usinas de pensamiento de grupos
concentrados y conservadores. Por eso apoyan con fervor cívico las
disparatadas medidas de un gobierno improvisado que carecía de un plan de
gobierno y solamente disparaba consignas, muchas veces contradictorias. Como lo
confesó crudamente la hoy ministra Pettovello, aceptó acompañar al candidato
pensando que no llegaría muy lejos. Sin plan de gobierno y sin equipos, todo es
improvisación. Pero los idiotas creen que es el doloroso primer paso necesario
para expiar las culpas del “gran festín” que vivimos. Que alguien me avise dónde
fue ese gran festín al que la mayoría nunca fuimos invitados. Dada su calidad
de profundos desconocedores de los asuntos públicos, ni sospechan que los problemas,
para ser tales, deben ser definidos, que un mismo síntoma puede deberse a cuestiones
formuladas de maneras muy diferentes y, en consecuencia, derivar en distintas problematizaciones.
Por otra parte, una vez definido, no hay una única manera de tratarlo, sino múltiples.
Planteo un ejemplo. En 2021, en Europa,
con excepción de Dinamarca y Luxemburgo, todos los países tuvieron déficit
fiscal. El país con mayor déficit fiscal del mundo es Estados Unidos. Considerando
los niveles de vida de esos países deficitarios, dicha característica no pareciera ser un problema. Un país no es como una casa (que
es la explicación para idiotas): se puede (y muchas veces se debe) gastar más
de lo que ingresa, incluso sostenidamente en el tiempo, sin que suponga ninguna
catástrofe económica ni financiera. Por otra parte, imaginemos que acordamos
que, por diferentes motivos, el déficit es demasiado elevado y es necesario
bajarlo; para lograr eso hay dos formas elementales, que se pueden combinar: subir los ingresos
y/o bajar el gasto. Y ocurre que, por lo general, para subir los ingresos es
necesario subir un poco el gasto (el ingreso que se genera es mayor al gasto
que se realiza). Sí, mi querido idiota, ya sé, lo escuchaste, pero no le
prestaste atención porque creés que si no se sufre no tiene valor, no puede ser real. Pero
lo es.
El mayor problema que tenemos es la idiotez de la mayor parte de la gente, es decir, la despreocupación por entender los asuntos públicos, que nos lleva de desastre en desastre sin posibilidad de cambiar el rumbo, y solo pensar cada tanto "me cagaron, son todos iguales". Claro que nadie se quiere hacer cargo, e incluso se impugna moralmente esta problematización, sosteniendo desde la corrección política que "no se puede" decir que la mayoría es idiota; ¿por qué no se puede, si lo es? ¿Y cómo cambiar esto, en momentos en que crece la primacía de las redes? Es difícil, todo un desafío. Posiblemente no haya, al menos por ahora, una alternativa a la democracia de los idiotas.